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viernes, agosto 03, 2012

EL CANTO DE LOS ESCUERZOS


            
María dio un último nudo a la bolsa con basura en la cocina de su casa. Las ventanas estaban abiertas, y solo había una luz de sobremesa encendida: no para ahorrar, si no para resguardarse de las miradas de los chismosos que paseaban por las afueras del pueblo.
Esos paseos nocturnos eran algo tan normal en las noches de agosto de los pueblos, como que cantaran escuerzos entre los rastrojos, o como el variopinto charlear de grillos, gatos y perros ladradores, que la amparaba mientras cruzaba el pueblo hasta llegar al contenedor de basuras.
Cerró la puerta, agarró la bolsa entre dos dedos, y subió la cuesta hasta llegar a la farola que rilaba en su parte más alta, donde esperaba encontrar jugando la partidilla a la mujer del alcalde con sus comadres. Le extrañó que la calle estuviese vacía, pero siguió sin pararse: es más, pensó en abreviar y giró hacia la izquierda, entrando en una bocacalle obscura al tiempo que suavizaba el paso.
Tan pronto como estuvo inmersa en las penumbras, el estrépito de la noche enmudeció. Trago saliva, miró hacia el final de aquel siniestro y angosto pasillo, y apretando entre el puño y la barbilla las solapas de su bata, aceleró el paso. Solo levantó la cabeza al llegar al paso de cebra que esta en la carretera principal, frente a la plaza de la iglesia.
Cuatro faroles colgantes delimitaban la plaza. Parada, observaba con atención a su alrededor sin ver nada, ni extraño, ni normal. Solo oía el zumbido de las bombillas y su respiración algo alterada por la galopada, pero incluso esto cesó, cuando un grave tañido la sorprendió mirando como el alumbrado se apagaba a fuerza de aquilones.
Únicamente, la tenue luz de la luna menguante la dejó entrever la campana, inmóvil en su atril, mientras resonaba el toque a difuntos. Los tres primeros repiques: graves, dobles, lentos, y profundos, dejaron a María con el cuajo seco y la boca abierta.
 Ya habían tañido dos agudas, corrosivas y del mismo doblez que las primeras, cuando discordantes latinajos, lloros y lamentos parecían avanzar hacia ella desde el soportal de la iglesia. Soltó la bolsa y echo a correr.  No cruzó el paso, ni siquiera pensaba en ponerse a salvo, huyó como una gallina decapitada: corrió hasta que atinó a caerse tras la media portilla de un zaguán.

Tras el golpe abrió los ojos y se incorporó con tanta agilidad que la pareció volar. Quiso atinar a cerrar completamente, pero la interrumpió un retruécano chillón que  hizo el contrapunto al segundo volteo grave.
-Ya es tarde. La dijo.
María se asustó, aunque supuso que, seguramente, era la dueña de la casa.
-¿Usted ha visto? ¿Ha visto? ¿Lo oye? – La grito fuera de si, señalando a la plaza
-“Siiiii”... ¿Aquel entierro que pasa?- aclaró con un estertor que se expandió bajo el lóbrego soportal.
-¿Entierro? ¿Qué entierro va a oficiarse a medianoche?- gritó indignada María.
 – ¡No, no, no! No me lo creo. ¡Son fantasmas! Fantasmas salidos de los sepulcros. Tañían a muerta y olían como los cadáveres.- María braceaba, sofocada, histérica, echando la cabeza y el pecho hacia adelante, con tal suerte que golpeó con el dorso de la mano la portilla, entreabriéndose lo suficiente como para que pudiese advertir un cráneo enmohecido pegado a su cara.
- El entierro que llega es el tuyo. La susurro al oído.
Después del noveno toque, María nunca volvió a desear re-encontrarse con sus hijos muertos.
Fin.

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