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miércoles, abril 24, 2013

El ALFILITERO

     



Adiós. . . Adiós a todos: a  María, a Piñuela, a la Bermeja. Yo pensaba que todos erais buenos. Os dejo solos con vuestras insidias y con vuestros pequeños egos. De nada sirvió resistir ni callar, porque todos estabais contra mí. Me quemó la culpa y  no me queda paciencia.

Será el cigarrillo mas dulce  el que prenda el tanque de xileno mientras caen los primeros copos para apagarse  sobre el suelo. Moriré como ellos, desnuda, rota, ahogada en el charco de una sola lágrima mientras amanece otro día de invierno.
El primer día que vine, ¡qué ironía! Pensé en la cadencia sorda y fatal con que los penachos cristalinos velaban las luces del invierno; en el color de mi  miedo, en la sombra arcaica que oscurecía el pavimento. Pero que me hubiesen admitido, así, sin acabar los estudios, con solo una llamada del decano al gerente, a mí, que era tan diferente; tan menuda, tan fea y para colmo, tan embarazada; era, sin duda, una señal del destino.
 Me imagino el cotarro; el olor a torrefacto y tabaco mientras las patrañas corrían de los despachos al comedor antes de que  ocuparan en alguna parte, y no  la que fuese, a la intrusa de turno. Me ubicaron en una oficina junto con otros, entre ellos estaba Piñuela, sobrino de mi valedor  y colega de facultad durante unos años; él fue mi único guía durante el primer mes.
El trabajo se convirtió en adición: mientras otros tomaban cafés, yo me esforzaba para  acabar el estudio del microchip antes que  tuviese que coger  la baja. Quería demostrar mi valía y ganarme el sueldo, pero tuve muchos problemas y no llegué: hurtaron  los planos  tantas  veces como  les repetí, taparon la cerradura de mi cajón  con silicona, cascaron mi tarjeta  y hasta usaron mi bata para limpiar el suelo. Quise quejarme al jefe de personal, pero Piñuela me aconsejó que callara y les pagase con la misma moneda. No debí hacerle caso, porque me quedé con las arras en la mano cuando me puse de parto aquella misma semana. 
El verano había cambiado el paisaje de la oficina: tenía compañeros nuevos y Piñuela había sido ascendido a jefe de sección. Pensé que todo iría mucho mejor pero resultó todo lo contrario: me dejó sin trabajo, hasta me excluyó  de  las reuniones y de los cursos de formación. Le hubiera perdonado todo si me hubiese explicado que pasaba, pero no lo hizo, hasta que un día, un viernes a las once de la mañana, en su despacho, recitó como una letanía, todas las  calumnias con las que  otros, y él mismo según creo, me acusaron.
Para lo único que me miró a los ojos fue para decirme que  dejaron esto en dos faltas leves y que gracias a él no me mandaban al paro. No lloré, pero tampoco pude articular palabra.¿Cómo era posible, si él sabía que yo era la víctima? ¿Con qué pruebas me acusaban? ¿Quiénes fueron los traidores?
Leal, una de las nuevas, sacó de la oficina mi abrigo, mis zapatos y una tarjeta de acceso para el almacén de materias primas. Lo tenían todo preparado de antemano. Observar la calma de Leal me dio otra visión de las cosas: ¡me odiaban y les divertía!
—Chica, ven  por favor. —Indicó un vigilante mientras cogía mi ropa  de sus manos.
Fui tras él hasta llegar a un  chabisque de mala muerte. Allí no había nada: ni lavabos, ni aire caliente, ni siquiera un triste taburete. Me quitaron hasta la taquilla, así que todos los días llegaba al almacén  con el buzo puesto y todos los días volvía a casa con el mismo aparejo,  caminando sin mirar mientras notaba el  crujir de las hojas resonando en mi cráneo cuando repasaba, una y otra vez, con cuál de todos los encargos no me llevaría otro sermón.
Dependía de  tres superiores  y nunca estaban de acuerdo entre ellos, recibía órdenes contradictorias e imposibles de cumplir. El resultado fue demoledor, los insultos lo más habitual, perdí mi autoestima, no me podía concentrar, me sentía incapaz de razonar. Tengo que reconocer que pensé que él era el culpable, que era el instigador. Pero ¿Qué iba a hacer? ¿Y si me equivocaba? ¿Y si me estaba volviendo paranoica?
Apenas dormía y descuide tanto a mi hija, que me vi en la obligación de recurrir a la ayuda paterna.  Mi vida era un caos.  Lo peor de todo, es que mi psiquiatra, del que esperaba algo de comprensión, tampoco me creyó: supuso que exageraba y que no era posible todo lo que le conté. No pude darle evidencias, ni impedir que me atiborrara con neurolépticos hasta dejarme sumida en una depresión tan profunda, que tuvieron que  ingresarme durante más de un mes.
Pasó algún tiempo, y los avisos del seguro exigían no agotar los plazos de la baja. Rogué, lloré, pero por más que insistí en el pavor que me causaba la vuelta al trabajo, el psiquiatra pensó que la terapia de choque sería la mejor receta; y ¿por qué no decirlo? Todo le parecía un cuento. La presión insoportable del retorno, sin poder cambiar de vida, sin ninguna salida posible, ha sido la que me ha llevado hasta donde   estoy
Los que me hostigaron fueron culpables. Pero ¿Los que callasteis, los que no me creísteis, no fuisteis acaso sus cómplices?
            — ¡Natalia! ¿No me habías dicho  que recogiste los informes de la presentación? — Le inquirió el director  
              — ¿Es que nunca me dirás la verdad? ¿Por qué te callas, eh? ¡Anda, retira las copias del  informe del microchip y deja esto listo para la próxima reunión!
         — ¡Ahora mismo! Acabo en un minuto. — Le contestó,  buscando con la mirada a su compañera          —¡Mari! ¿Qué haces?
 Natalia, ¿te has dado cuenta que los planos de Piñuela los firma una tal Almudena García?
        ¿Es esa del almacén? ¿La loca que se ahogó sobre el xileno?
        Creo que sí —contestó Leal pensativa. —Pero… En  los otros planos han cambiado la firma… Más nos vale que no digamos nada…Más nos vale.


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El alfilitero por María Yolanda Fernández Sadornil se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
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