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viernes, enero 15, 2010

El espejo opaco

Caminé recordando el cálido aroma del pan caliente, de los trigos preñados, de los ramos de lilas recién cortados. Sonreía pensando en la ingenua culpa que me agobiaba cuando robaba algún racimo de las parras colmadas y en el alborozo que sentía persiguiendo luciérnagas y grillos de estío por las carreteras abandonadas. Ya dejé atrás el penetrante olor a incienso, los ayunos, los rosarios, y todas las dudas empapadas entre las sábanas, volvía a ser el hijo de unos forasteros recién llegados con sus calcetines blancos y su corbatín almidonado, con la cabeza rapada y pegada sobre su pecho como si de un nido de golondrinas se tratara. Escudriñé en el horizonte buscando reminiscencias, evocando sonidos olvidados, rastreando en las tenues estelas de la memoria. Sentía que no tenía más que la conciencia de mí mismo y la satisfacción de ser lo que era: Grande, único, omnisciente como el mismo Dios.

Viajé en la oscuridad de la misma forma que la vida se consume, recorrí las calles, frenético, preso de un escalofrío mórbido y me detuve frente a un ángel de ojos pardos y cabello hirsuto que deambulaba por la calle. Con él, recuperé la moral lasciva que domina el mundo por sólo un par de billetes. Vencido por el fuego cruzado entre la razón y la convicción, etiquetado de loco, sin amigos ni familia, busqué entre los livianos arcos de su cuerpo la redención de mis miedos hasta que el sol de la mañana descubrió mis desvaríos.

Corrí a encerrarme en el baño, avergonzado de mi locura. Sosteniéndome sobre el lavabo, quise ver el rostro del pecado, pero al mirarme en el espejo, no veía nada. Las gotas condensadas caían, resbalando por el cristal empavonado. Un reflejo desdibujado dejaba que mi caprichosa imaginación modelase los contornos de engendros disparatados… Aclaré con la palma el interior y el vaho cedió, pero la fina película invadió rápidamente el ventanuco que improvisé. Apenas me percaté de que no quedaba ningún rastro, adelanté mi mano, todavía empapada, y volví a repetir el mismo trazo, esta vez más despacio, oprimiendo con más decisión, dejando que el agua patinara hasta el codo. Restregué el espejo varias veces, pero aquel extraño vapor cubrió de nuevo el azogado. Turbado, observaba mi rostro velado sobre el cristal sin que pudiera apreciar mis mejillas, seguramente azoradas por el esfuerzo y la rabia. Tampoco podía ver el contorno de mis cabellos, que me imaginaba secos y alborotados. El vapor que empañaba el espejo se hacía cada vez más denso; giré sobre mis talones avanzando un paso, para volverme a parar trabado dentro una crisálida que me encanillaba con el vapor que ocupaba el cuarto.

Entonces, un profundo pavor se apoderó de mí y la angustia me oprimió de tal manera, que no pude gritar pidiendo auxilio. La falta de resuello venció la poca entereza que me quedaba, y caí, topando con algo etéreo, suave e indefinido que me recogió, tirando de mí con suavidad y elevándome unos palmos sobre el suelo. Me llenó de una paz infinita, y una sensación de ingravidez que festejé elevándome hasta el techo, sin importarme nada de lo que pudiera pasar. Adormecido dejé que pasaran las horas, hasta que, tras unos fuertes golpes, la puerta del cuarto se abrió y dejó pasar un torrente de rumores distorsionados que flotaban sobre un haz de perspicua luz que señaló la bañera en la que flotaba el cuerpo de un hombre con las muñecas cortadas, con sus calcetines blancos y su corbatín almidonado, con la cabeza rapada y pegada sobre su pecho como si de un nido de golondrinas se tratara.


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El espejo opaco por Yolanda Fernández Sadornil se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-SinObraDerivada 3.0 Unported.

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