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miércoles, abril 24, 2013

El ALFILITERO

     



Adiós. . . Adiós a todos: a  María, a Piñuela, a la Bermeja. Yo pensaba que todos erais buenos. Os dejo solos con vuestras insidias y con vuestros pequeños egos. De nada sirvió resistir ni callar, porque todos estabais contra mí. Me quemó la culpa y  no me queda paciencia.

Será el cigarrillo mas dulce  el que prenda el tanque de xileno mientras caen los primeros copos para apagarse  sobre el suelo. Moriré como ellos, desnuda, rota, ahogada en el charco de una sola lágrima mientras amanece otro día de invierno.
El primer día que vine, ¡qué ironía! Pensé en la cadencia sorda y fatal con que los penachos cristalinos velaban las luces del invierno; en el color de mi  miedo, en la sombra arcaica que oscurecía el pavimento. Pero que me hubiesen admitido, así, sin acabar los estudios, con solo una llamada del decano al gerente, a mí, que era tan diferente; tan menuda, tan fea y para colmo, tan embarazada; era, sin duda, una señal del destino.
 Me imagino el cotarro; el olor a torrefacto y tabaco mientras las patrañas corrían de los despachos al comedor antes de que  ocuparan en alguna parte, y no  la que fuese, a la intrusa de turno. Me ubicaron en una oficina junto con otros, entre ellos estaba Piñuela, sobrino de mi valedor  y colega de facultad durante unos años; él fue mi único guía durante el primer mes.
El trabajo se convirtió en adición: mientras otros tomaban cafés, yo me esforzaba para  acabar el estudio del microchip antes que  tuviese que coger  la baja. Quería demostrar mi valía y ganarme el sueldo, pero tuve muchos problemas y no llegué: hurtaron  los planos  tantas  veces como  les repetí, taparon la cerradura de mi cajón  con silicona, cascaron mi tarjeta  y hasta usaron mi bata para limpiar el suelo. Quise quejarme al jefe de personal, pero Piñuela me aconsejó que callara y les pagase con la misma moneda. No debí hacerle caso, porque me quedé con las arras en la mano cuando me puse de parto aquella misma semana. 
El verano había cambiado el paisaje de la oficina: tenía compañeros nuevos y Piñuela había sido ascendido a jefe de sección. Pensé que todo iría mucho mejor pero resultó todo lo contrario: me dejó sin trabajo, hasta me excluyó  de  las reuniones y de los cursos de formación. Le hubiera perdonado todo si me hubiese explicado que pasaba, pero no lo hizo, hasta que un día, un viernes a las once de la mañana, en su despacho, recitó como una letanía, todas las  calumnias con las que  otros, y él mismo según creo, me acusaron.
Para lo único que me miró a los ojos fue para decirme que  dejaron esto en dos faltas leves y que gracias a él no me mandaban al paro. No lloré, pero tampoco pude articular palabra.¿Cómo era posible, si él sabía que yo era la víctima? ¿Con qué pruebas me acusaban? ¿Quiénes fueron los traidores?
Leal, una de las nuevas, sacó de la oficina mi abrigo, mis zapatos y una tarjeta de acceso para el almacén de materias primas. Lo tenían todo preparado de antemano. Observar la calma de Leal me dio otra visión de las cosas: ¡me odiaban y les divertía!
—Chica, ven  por favor. —Indicó un vigilante mientras cogía mi ropa  de sus manos.
Fui tras él hasta llegar a un  chabisque de mala muerte. Allí no había nada: ni lavabos, ni aire caliente, ni siquiera un triste taburete. Me quitaron hasta la taquilla, así que todos los días llegaba al almacén  con el buzo puesto y todos los días volvía a casa con el mismo aparejo,  caminando sin mirar mientras notaba el  crujir de las hojas resonando en mi cráneo cuando repasaba, una y otra vez, con cuál de todos los encargos no me llevaría otro sermón.
Dependía de  tres superiores  y nunca estaban de acuerdo entre ellos, recibía órdenes contradictorias e imposibles de cumplir. El resultado fue demoledor, los insultos lo más habitual, perdí mi autoestima, no me podía concentrar, me sentía incapaz de razonar. Tengo que reconocer que pensé que él era el culpable, que era el instigador. Pero ¿Qué iba a hacer? ¿Y si me equivocaba? ¿Y si me estaba volviendo paranoica?
Apenas dormía y descuide tanto a mi hija, que me vi en la obligación de recurrir a la ayuda paterna.  Mi vida era un caos.  Lo peor de todo, es que mi psiquiatra, del que esperaba algo de comprensión, tampoco me creyó: supuso que exageraba y que no era posible todo lo que le conté. No pude darle evidencias, ni impedir que me atiborrara con neurolépticos hasta dejarme sumida en una depresión tan profunda, que tuvieron que  ingresarme durante más de un mes.
Pasó algún tiempo, y los avisos del seguro exigían no agotar los plazos de la baja. Rogué, lloré, pero por más que insistí en el pavor que me causaba la vuelta al trabajo, el psiquiatra pensó que la terapia de choque sería la mejor receta; y ¿por qué no decirlo? Todo le parecía un cuento. La presión insoportable del retorno, sin poder cambiar de vida, sin ninguna salida posible, ha sido la que me ha llevado hasta donde   estoy
Los que me hostigaron fueron culpables. Pero ¿Los que callasteis, los que no me creísteis, no fuisteis acaso sus cómplices?
            — ¡Natalia! ¿No me habías dicho  que recogiste los informes de la presentación? — Le inquirió el director  
              — ¿Es que nunca me dirás la verdad? ¿Por qué te callas, eh? ¡Anda, retira las copias del  informe del microchip y deja esto listo para la próxima reunión!
         — ¡Ahora mismo! Acabo en un minuto. — Le contestó,  buscando con la mirada a su compañera          —¡Mari! ¿Qué haces?
 Natalia, ¿te has dado cuenta que los planos de Piñuela los firma una tal Almudena García?
        ¿Es esa del almacén? ¿La loca que se ahogó sobre el xileno?
        Creo que sí —contestó Leal pensativa. —Pero… En  los otros planos han cambiado la firma… Más nos vale que no digamos nada…Más nos vale.


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viernes, abril 12, 2013

LAS FLORES DE AHUANI ©



Al salir de la estación, sus rizos taheños, mal recogidos bajo el pañuelo, surgieron entre el gentío como el sol furtivo de aquel amanecer lluvioso. La avenida se iluminaba bajo los arcoíris rotos por la danza de los estorninos entre la lluvia, cuando Hine se percató de que su pañoleta se había perdido entre la gente y su melena estaba empapada.
"Sin duda, fue un acierto prohibir mostrar el cabello." Pensó con sorna, al tropezar con las salaces miradas de peregrinos y transeúntes mientras hurgaba en el interior de su bolsito en busca de alguna flor que prender en su pelo.
Sus flores y su perfume la envolvían en un aura que incitaba al deseo. Tenía un cuerpo felino que ungía con aceites de mirto, bergamota y rosas antes de cubrir su desnudez con una túnica de seda española, ceñida y abierta por los extremos hasta dar con un coqueto corazón que le florecía en la cadera. Su aspecto, delicado y sensual, solía adornar los paneles flotantes sobre la calle principal.
 Apenas llegó al estudio de apofengrafía, un mensaje resonó desde su receptor.
—Soy un alma solitaria. — El lamento retumbó en la sala con un eco conocido.
—Soy yo: La sombra esquiva…
—Que sueña contigo…
—Que respira por ti…
— Aun cuando estoy dormido… — gimió.
Sin pensarlo dos veces, cogió su bolsito y salió del estudio camino del terminal donde descargó el mensaje en el servidor del muelle. Marcó su origen en la tarjeta de trasporte y salió de inmediato para coger un elevador privado con destino a los nidos. A lo largo del pasillo donde se apeó, las secciones numeradas se repartían entre entradas y salidas casi idénticas, unas frente a otras, solo separadas por un carril de maniobras. Ante ella, en torno al andén de entrada, el tumulto ondulaba la presión del ambiente con un frenético deambular entre los pasos de embarque. Solo cuando los vagones se llenaron pudo entrever, como si fuera un breve destello, una muchacha híbrida de ojos gualdos frente a sí, que desapareció para siempre entre un enjambre. “Pudiera ser solo una sensación. Pero… si fuera posible; que no lo creo, me vi aquí mismo, esta mañana, en las salidas de los nidos..." La idea la dejó perpleja durante unos segundos.
“Creo que he puesto demasiada Bergamota al aceite“. Pensó y siguió sin parar, hasta dar con la entrada que la llevó hasta la dirección marcada en su receptor. Encontró la puerta entornada, y a él sentado de espalda sobre el diván, sin que nada velara el suave azogue que brillaba sobre su piel.
—Soy yo. — Musitó Hine.
Y avanzando entre cientos de burbujas, quedó únicamente vestida del amor con el que rodeó su pecho; acercándose hasta rozar con sus pezones, lívidos y erectos, los oscuros límites bajo su torso. Sus labios, tibios, dejaron brotar la palpitante calidez que encendería sus vientres sobre las flores de ahuiani que cayeron de su pelo.
Mientras él jugaba con sus rizos, las densas gotas que sus pieles destilaban les cubrieron por completo formando a su alrededor una fina cutícula calcárea que acabó por endurecerse con las primeras luces del crepúsculo. En el interior de la cápsula los fluidos hirvieron hasta que la presión hizo eclosionar el huevo desde donde cayeron bañados en el denso vitelo que les alimentó durante la metamorfosis.
Ahora, él era ella y ella, él.
 El frío de la noche hizo el resto: durmieron abrazados mientras su epidermis mutaba y se definía marcando la madurez sexual. 
El todavía descansaba sobre el diván, cuando la luz de la mañana la despertó. Se deslizó hasta la entrada para recoger las prendas que dejó olvidadas. Ungió su cuerpo, y se vistió mirando embelesada el tembloroso brillo de su espalda. El rumor de la lluvia le recordó que debía cubrir su cabeza antes de salir. Miró por todos los rincones y encontró sobre el suelo, como puesto a propósito, un ramillete de flores de ahuiani anudado con un pañuelo alrededor.
Salió sin cerrar la puerta, ocupada en deshacer el nudo que sujetaba las flores que guardó en su bolsita.
La muchedumbre se agolpaba en los andenes esperando ser los primeros en abordar el vagón cuando las puertas de acceso dejaran un resquicio por donde colarse. Avanzaban, corrían y se detenían, con una frecuencia que modulaba la sonoridad y la presión del ambiente.  Hine trató de zafarse del incesante fluir de gentes, pero quedó cercada entre la salida y la multitud sin que pudiera ver ningún camino alternativo. El estrépito de la llegada anunció la apertura del acceso a los trasportes que despegaron pocos segundos después de que el tumulto fuese digerido por los vehículos populares que tragaban y escupían viajeros al unísono.
Solo quedo frente a ella una híbrida pelirroja que parecía buscar una entrada a los nidos. Su parecido no podía ser casual. Vestía con un traje de seda española y sobre sus hombros caía un torrente de bucles desordenados en los que llevaba prendidos, aquí y allá, lo que parecían pétalos ambarinos.
  

Solo la vio durante un segundo y desapareció para siempre entre un enjambre de transeúntes que se apeaban de regresó al terminal.
—Era yo…
— Señorita Hine-Titama tiene que presentarse en el estudio de Wolfang Pauli. — decretó bruscamente su agenda automática en voz alta.
 Sin pensarlo dos veces, descargó el mensaje en el servidor del muelle y marcó su tarjeta de trasporte, con la que embarcó de inmediato en un elevador privado con destino al origen de la carga.
Al salir de la estación, sus rizos encendidos, mal recogidos bajo el pañuelo, surgieron entre el gentío como el sol furtivo de aquel amanecer lluvioso. La avenida se iluminaba bajo arcoíris rotos por la danza de las parvadas entre la lluvia, cuando Hine se percató de que su pañoleta se había perdido entre la gente y su pelo estaba empapado.

                                                                                                      María Yolanda Fernández Sadornil


domingo, febrero 24, 2013

¡CINCO AL HILO!



¡Cinco al hilo!
(Tango)

¡De terror, aquel fin de año, desbarajuste infernal!
Pa'l chiste, se prestará, cuando la historia lo cuente:
Abrió la cuenta, Chupete, pato crioyo que al fayar,
en un borre demencial: ¡Puso el Cavallo al frente!


Mambo, o mala intención… ¡Qué más de uno festejó!
El Fondo se entusiasmó: "¡Con Mingo, sigue la farra!"
Deschavé el verso con ganas, a la oreja que escuchó:
"¡Nos vendió la habitación… ahora empeña la cama!"


¡Estaba escrito, y pasó! Con mañas, de añejo estilo,
al colchón desprevenido: ¡Le sacudió... el guadañazo!
"¡Al corralito, y cayados!" Decretó el súper ministro
"¡En la justicia me limpio: acá yo soy el que mando!"


Hasta el bocho más genial, la tendrá que patinar,
si se le antoja ignorar, del laburante el derecho:

De darse, divertimento… pero yugo, morfi, hogar

¡Jamás, permitan faltar, al que respeta lo ajeno!


(Estribillo)

La usura nos hizo bolsa, de curro con delincuentes

¡Aterricen, presidentes, cinco al hilo es por demás!
La trenza, se va’aflojar, cabreado el contribuyente:
¡Se mamarán entre ustedes... si la teta no da más!



¡Yenos! De viveza crioya, pasa lo que está pasando:
Con la esperanza en ocaso, prospera resentimiento.
Aburrido de ser, punto, el chabón se está apiolando:
Si en la olla no hay puchero… ¡Sirve, pa’l cacerolazo!


Por el poder, del... metal: de la Rúa, "and Co"... ¡Roja!
Puerta con limpia gambeta, le entregó a Saá la pelota.
De prima batió la propia: "¡Los morfones, se las toman!"
Se le armó grossa camorra: ¡Al banco, y siga la cuenta!


Toque veloz, de Camaño... centro, de gran calidad
¿Sería... por casualidad? ¡Al que perdió la elección!
¿Qué vendrá a continuación?  Espero, continuidá
¡No aumenten la cantidá... lo pido por compasión!


¡Cabezón, la idea fija! Duhalde aún conserva el puesto,
aunque no quedaba un peso, como se apuró a aclarar.
El caso, es que va a zafar... solo repartiendo el queso.
Sí no, se le viene el techo: ¡Qué podrida, se va’armar!


(Estribillo)

La usura nos hizo bolsa, de curro con delincuentes

¡Aterricen, presidentes, cinco al hilo es por demás!
La trenza, se va’aflojar, cabreado el contribuyente:
¡Se mamarán entre ustedes... si la teta no da más!



Maxi


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EL ADIÓS


    El adiós
                                            
No me digas que te abandoné.
 Te dejé mis flores,
 te dejé mi miel.
No me digas que no luche hasta el final,
que pude volver atrás.
La vida y la muerte corren de la mano,
 observándose, 
ganando una la pérdida de la otra,
 como la ola que alborota en la orilla del mar.
Te llevaste contigo
 las minúsculas estelas hacia la profundidad,
bajo la sombra de las mareas,
ocultas entre ensueños y ambiciones,
sordas al devenir hastiado de las flores
que se marchitan
 hasta que la noche,  con su indulgente asilo,
oculte su mórbida debilidad.
Ella fue la que trajo, tan cálido entre sus pasos,
 el aroma materno que mitiga el llanto, la pena,
el dolor y la furia.
No sospechabas, inquieta entre las sábanas,
donde te dejaría varada la pena.
Aprehendiste mi pecho con tu mano,
sujetándote, pegada a mi espalda.
La luna, quejosa,
me sostenía al filo del precipicio,
 mientras te miraba; amada mía;
tan hermosa que deberías de ser admirada
hasta que la finitud del hombre fuera olvidada.
                                                                             M.Y. Fernández Sadornil




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viernes, agosto 03, 2012

EL CANTO DE LOS ESCUERZOS


            
María dio un último nudo a la bolsa con basura en la cocina de su casa. Las ventanas estaban abiertas, y solo había una luz de sobremesa encendida: no para ahorrar, si no para resguardarse de las miradas de los chismosos que paseaban por las afueras del pueblo.
Esos paseos nocturnos eran algo tan normal en las noches de agosto de los pueblos, como que cantaran escuerzos entre los rastrojos, o como el variopinto charlear de grillos, gatos y perros ladradores, que la amparaba mientras cruzaba el pueblo hasta llegar al contenedor de basuras.
Cerró la puerta, agarró la bolsa entre dos dedos, y subió la cuesta hasta llegar a la farola que rilaba en su parte más alta, donde esperaba encontrar jugando la partidilla a la mujer del alcalde con sus comadres. Le extrañó que la calle estuviese vacía, pero siguió sin pararse: es más, pensó en abreviar y giró hacia la izquierda, entrando en una bocacalle obscura al tiempo que suavizaba el paso.
Tan pronto como estuvo inmersa en las penumbras, el estrépito de la noche enmudeció. Trago saliva, miró hacia el final de aquel siniestro y angosto pasillo, y apretando entre el puño y la barbilla las solapas de su bata, aceleró el paso. Solo levantó la cabeza al llegar al paso de cebra que esta en la carretera principal, frente a la plaza de la iglesia.
Cuatro faroles colgantes delimitaban la plaza. Parada, observaba con atención a su alrededor sin ver nada, ni extraño, ni normal. Solo oía el zumbido de las bombillas y su respiración algo alterada por la galopada, pero incluso esto cesó, cuando un grave tañido la sorprendió mirando como el alumbrado se apagaba a fuerza de aquilones.
Únicamente, la tenue luz de la luna menguante la dejó entrever la campana, inmóvil en su atril, mientras resonaba el toque a difuntos. Los tres primeros repiques: graves, dobles, lentos, y profundos, dejaron a María con el cuajo seco y la boca abierta.
 Ya habían tañido dos agudas, corrosivas y del mismo doblez que las primeras, cuando discordantes latinajos, lloros y lamentos parecían avanzar hacia ella desde el soportal de la iglesia. Soltó la bolsa y echo a correr.  No cruzó el paso, ni siquiera pensaba en ponerse a salvo, huyó como una gallina decapitada: corrió hasta que atinó a caerse tras la media portilla de un zaguán.

Tras el golpe abrió los ojos y se incorporó con tanta agilidad que la pareció volar. Quiso atinar a cerrar completamente, pero la interrumpió un retruécano chillón que  hizo el contrapunto al segundo volteo grave.
-Ya es tarde. La dijo.
María se asustó, aunque supuso que, seguramente, era la dueña de la casa.
-¿Usted ha visto? ¿Ha visto? ¿Lo oye? – La grito fuera de si, señalando a la plaza
-“Siiiii”... ¿Aquel entierro que pasa?- aclaró con un estertor que se expandió bajo el lóbrego soportal.
-¿Entierro? ¿Qué entierro va a oficiarse a medianoche?- gritó indignada María.
 – ¡No, no, no! No me lo creo. ¡Son fantasmas! Fantasmas salidos de los sepulcros. Tañían a muerta y olían como los cadáveres.- María braceaba, sofocada, histérica, echando la cabeza y el pecho hacia adelante, con tal suerte que golpeó con el dorso de la mano la portilla, entreabriéndose lo suficiente como para que pudiese advertir un cráneo enmohecido pegado a su cara.
- El entierro que llega es el tuyo. La susurro al oído.
Después del noveno toque, María nunca volvió a desear re-encontrarse con sus hijos muertos.
Fin.

domingo, julio 15, 2012

LA PARADA 43 BIS


                                                                                       LA PARADA 43 BIS

En la parada de la línea 43 del autobús urbano, frente al palacio de justicia, apareció estampado un horrendo amasijo de sangre, carne y heces. El alumbrado público todavía estaba encendido cuando comenzamos con el procedimiento previo al levantamiento del cadáver. Mientras esperábamos instrucciones, el forense, más psicópata que artista, disfrutaba marcando con un rotulador el contorno que dejaban los restos de aquel hombre, que sonreía tras el vidrio, sin importarle ya nada. 
Aquel muerto estaba dentro de un cristal de sílice fundido en una sola pieza de ocho metros cuadrados por 250 milímetros de espesor.  Calcule que pesaría alrededor de cuatro mil ochocientos kilos; con lo que, seguramente, para traerle hasta aquí, hubieran podido usar un camión con grúa. Lo que no pudieron hacer; de ninguna de manera,fue descargar la alhaja dejándola sobre el vértice izquierdo sin que hubiese algún anclaje que la sujetase al pavimento.  Observando desde la derecha, pude ver como su lado más corto, de apróximadamente dos metros, se levantaba en un ángulo de 11 grados desde el otro extremo, quedando a unos pocos centímetros del suelo; los suficientes como para que el equipo de la científica sacase alguna muestra. 
No di más vueltas a su alrededor. Me quedé frente a él, mirándole a la cara. No era capaz de apartar la mirada de los ojos del cadáver, que brillaban con agudeza. Incluso pensé que podía seguir con vida a pesar de que sus redaños estaban tan desparramados y retorcidos, que ningún casquero nos hubiera dado un duro por él.
     —Tiene una curiosa expresión gorgoteo exultante Sebastián, que ya había calculado todas las revistas forenses donde publicaría su artículo del caso.
    Tal y como hubiese aparecido en un recorte de viñeta remató el “chupatripas”.
              ¡Mira que eres gilipollas, Sebastián! ¿Es que no ves más allá de tus narices? Piensa un minuto, y deja de decir bobadas.  Le espeté.
Sólo entreví el cogote del forense cuando me dejó plantado, pero le quedé agradecido. Me dio un momento de paz que aproveché para llamar al interventor, que llegó más tarde, acompañando al jefe de policía con el que fui a revisar las grabaciones de las cámaras del juzgado.
Estaba convencido que nada me podría sorprender, pero me equivocaba: Mientras repasábamos los contenidos de las grabaciones hasta el medio día, Sebastián llamo voceando desde el otro lado de la calle. —  Bridstone, ¡Se mueve!
 —¿Qué? ¿El que se mueve?
     —¡El cadáver! ¡se mueve! ¡se mueve!— gritaba Sebastián,histérico
Volví la cara hacia los monitores de la sala de control y ahí estaba, arqueándose mientras destilaba sangre. Se movió durante horas, escullando hasta inundar cientos de finísimos canales que formaron cruces, arcos y líneas conectados entre sí.
Antes de que se pusiera el sol, los conductos se unieron formando dos circunferencias concéntricas, a modo de corona, conectada en su interior por las puntas de un triángulo equilátero dentro del que se contraían las asaduras de aquel desdichado.

 El jefe no quería ver más, y salió del cuarto de control en busca del supervisor que ordeno finalizar con el levantamiento. Estaba claro que aquel pellejo no podía quedarse frente al juzgado, pese a que, seguramente, para el abogado JP.  Irrabud, (del que supimos su nombre un año más tarde), hubiera sido la única forma de ser recordado.
 El cuerpo de bomberos hizo un trabajo excelente, sacando y trasladando a JP hasta el depósito de decomisos.  Nunca dejó de moverse, ni tampoco consintió que diéramos carpetazo al asunto, porque después de un año, en el que dejó de ser motivo de cuentos escabrosos e interesados por parte de la prensa amarilla, nos llegó una carta manuscrita por Irrabud y alguien más. 
¿Se preguntan si averiguamos algo del agresor? 
La respuesta es “No”. Pero les leeré el contenido, y juzguen ustedes:





                                                                                           Bilbao, 28 de diciembre 2011

Esta es la resolución de “Al-Qaiium”, a favor de JP Irrabud, bautizado y agnóstico de procesión.
Para el esclarecimiento de lo acontecido y la instrucción de los hechos, recojo aquí, QUE:
El Sr. Irrabud ha sido un hombre que vivió entregado a lo inmediato, ha dispuesto de tiempo y recursos para superar a los demás y esto ha satisfecho su ego.
Ahora agoniza. Su instinto le alerta y se agita furioso. El sudor empapa su frente y desespera ante la incertidumbre. 
Ninguna de las criaturas de los universos es ajena en las coordenadas de la consciencia, ni ninguno de sus pensamientos es ineficaz cuando la curvatura dimensional fluctúa hacia la "Clara Luz".
Este hombre, siempre pragmático, expresó un deseo al extraño heraldo sin cuerpo que le escuchaba. No deseaba morir, ni ser olvidado, porque la última de las muertes es el olvido y tras eso no podía esperar nada. 
Resuelvo:
 A la vista de los precedentes arriba descritos, y para que conste públicamente,
  QUE:
 El Sr. Irrabud no muera, pero que tampoco viva, porque esto sería un agravio para sus semejantes, que deben resignarse a perecer sin haber comprendido el sentido de su existencia. 
Que mire pero que no vea.
 Que esté siempre alerta, pero nunca consciente de lo que sucede a su alrededor, para que su mente soporte el presente y el futuro agotados.
Que su corazón lata, pero sin que ninguna emoción altere su ritmo para que se cumplan sus aspiraciones. 
Para ello yacerá dentro de un recipiente adecuado que le separe del mundo de los vivos y de los muertos, como es propio en todos aquellos que renunciaron a morir.
                                                                                                                                              Metatrón. 
Verdaderamente, el procedimiento dio resultado; ya no está muerto.O mejor dicho, no ha terminado de morir— dijo entre dientes el bedel del depósito acordándose, de como en más de una ocasión, JP lloraba.




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El CORPIÑO


 Podía cortar las cortinas a la medida indicada, sin embargo no pudo alcanzar las tijeras del escritorio.
La mano hábil y su callosa paciencia hicieron el resto: puso con cuidado una cinta negra bordeando el final de la falda, a guisa de rosas repartidas en tramos anchos que trepaban hacia la cintura como una espiral que acabo en el centro del vientre.
El corpiño sería entallado, el escote abierto en forma de uve, sin mangas ni otro adorno.
Quizá lo acabase mañana, ya era muy tarde y hacía un buen rato que él estaba en la cama.
Subió los peldaños con suavidad, posando los pies con cuidado hasta llegar al primer piso, busco a tientas la manija de la puerta hasta dar con ella, se frotó sus dientes con un pañuelo una y otra vez frente al espejo dejando las zapatillas a un lado.
“Mañana seremos felices otra vez.”  Pensó cuando la luz del alba, cegándola, no la dejó advertir que él seguía en la cama; quieto y frío.
“¡Ni respira, pobre hombre!” Murmuró para sí, mientras le miraba desde el quicio de la puerta. 
Y volvió a desandar el camino con los mismos modos, maneras, sus zapatillas y media bata negra. Se acercó a la cocina donde bebió un vaso de agua con algo de azúcar sospechando la suerte de sus vecinos, pero no quiso mirar por la vidriera.
No se detuvo, continuó como si no pasara nada, pero cerró los postigos de salón cuando algo o alguien golpeó la puerta. Enhebró la aguja a ciegas y dando grandes puntadas sobre el patrón que la tenía ocupada, cortó y cosió con maestría el corpiño.
Cuando cayó la tarde, abrochó los botones, acabó el vestido:
era perfecto en todo. Sobre sí, frente al espejo, aún más bonito de lo que imaginó; no se calzó pero adornó el pelo con una adelfa del jardín.  Se quedó allí para siempre, mirando el atardecer meciéndose en su balancín.
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