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sábado, mayo 04, 2013

TANGOS GILES.ETERNIDAD DEL INSTANTE PRECISO©


ETERNIDAD DEL INSTANTE PRECISO©
Pianos de cola navegan sobre el instante preciso
potros desbocados buscándose entre las llamas
ni sol ni sombra... agua o arena... piedra o cristal...
sólo las venas, tuyas y mías, nuestros labios, la eternidad

Caracolas de mar varadas en la playa del tiempo
estruendo de búfalos que agrieta la pradera del destino
ni luz ni chispa....mármol o rosa....acero o viento
sólo los brazos, tuyos y míos, nuestras miradas, la eternidad

Relojes blandos derritiendo los acantilados de la historia
lágrimas cautivas en un frasco de nube de infinito
ni coral ni coraza....fuego o metal... fusil o tempestad...
sólo las almas, tuya y mía, nuestros corazones, la eternidad..

Publicado con la autorización de:
Francisco Javier Gil Conde



TANGOS GILES.TALANTE©




TALANTE.©
luces trémulas y besos
parecía la ocasión
le oí decir al pibe
chamuyándole al señor
si los tiempos van cambiando
y ya no sirve ser mejor
y allá de donde vengo
se quedó mi corazón.
Tenés que procurarlo
dar manija a la cuestión
si podés para el mundo
yo me bajo un escalón
desde siempre sólo quise
 a mi pantera
y sólo mi talante se abre paso
entre tanta confusión
Girán sobre la acera los dados del destino
respira, toma aire, saltá por el balcón
bandidos, corruptelas, filigranas de mangantes
brillantes vagatelas, cinismo de salón
que venga dos mil doce
no podrá con nuestro amor
faroles retorcidos, Wall Street y Google chrome
el mundo se ha achicado como un acordeón.
Las calles ya no brillan
el sol ya no es el sol
las noches no te abrazan
el viento dimitió
poné la mano abierta
o reinicia la sesión
que ahora sólo me queda
talantepatirarpalante por tu amor

Publicado con la autorización de 
Francisco Javier Gil Conde 






TANGOS GILES. LUNA NEGRA©

Luna negra.©

decime, noche oscura...
dónde para mi sombra, la extravié....
ya no siento ni mis piernas......
anduve hasta desfallecer.....
perdiiiiidoooooooo
como un preso entre barrotes
y tus besos y tu piel.....
peeerdiidooooooo
entre llamas y recuerdos,
tus perfumes de mujer
cansado de perderte , ............
................ , de no verte cansado
perdido por no verte
ni tenerte a mi lado
perdiiiiiidoooooooo
ya no sé si voy o vengo
...............vas o venís....
perdiidooooooooooooo
ya no sé  la hora que vivo,
ni de qué día, ni qué mes
perdiiiiidoooooooooooooooo
sobre las nubes, los desvelos,
las caricias, los después...




contáme luna negra....
si algún día la tendré
de nuevo y en mis brazos
te lo ruego, escuchame....
perdidooooooooooooooooo
como un potro sin pradera
ni jinete,
 ni estribel
perdiiidoooooooooooooooooooooooo
entre humos y tus labios
tu mirada de pincel.....
cansado de perderte , ...........
................. , de no verte cansado
perdido por no verte
ni tenerte a mi lado
perdiiiiiidoooooooo
ya no sé si voy o vengo
...............vas o venís....
perdiidooooooooooooo
ya no quiero más fortuna
que tus brazos y tu bien
perdiiidoooooooooooooooooooooo
sobre el espejo del tiempo
que no miente, te veré....


Publicado con la autorización de:
Francisco Javier Gil Conde

LOS RESTAVEKS



Se trasladó a Nueva York huyendo del cólera que asolaba de Puerto Príncipe en el año 2012. Llevaba solo unas cuantas camisas, una muda y un par de calcetines que servían de mullida a una vasija vacía en su maleta.
Hougan, era un hechicero vudú que no aparentaba pobreza o ignorancia así que no encontró dificultades para alquilar la planta baja del cincuenta y cuatro Clark St Brook cerca de  Brooklyn. Lo que le trajo hasta aquí fue la idea de que si en  Estados Unidos se creía en zombis como quiso Víctor Halperin, le sería mucho más fácil tener éxito.

Él no era capaz de resucitar muertos, pero sí podía someter sin dificultad a cualquiera; y eso, sin lugar a dudas, podría ser un gran negocio. En Haití la tradición de los esclavos hablaba de criaturas que son devueltas de la muerte, pero en Norteamérica las tres llamadas del hechicero al pie del cementerio se hacían imposibles y ridículas, porque exhumar el cadáver sin que nadie se percatara no era factible e incluso, era peligroso.  Esa fue la razón por la que estudio un método para que la  Ti Bon Ange, el alma de los cristianos y musulmanes, pudiera ser robada y explotada en su beneficio.
No era una idea original: los Restaveks,  niños esclavos Haitianos, eran utilizados desde hacía décadas como servidumbre doméstica en su país; pero  el método era revolucionario y aquí era una novedad con la que podría copar el  mercado.
Y  Hougan quería dinero. Mucho dinero.

El plan consistía en  hacerse con una clientela fiel, y para eso necesitaba apoyarse en la comunidad Haitiana como un primer paso hacia el comercio autóctono. En el consulado le facilitaron la dirección de varias asociaciones culturales que le sirvieron de plataforma para relacionarse con neoyorkinos.
Hubiera podido enriquecerse entre sus paisanos desde un primer momento, pero no le interesaba ponerse en evidencia antes de extender sus tentáculos hasta la clase media-alta de la cuidad. La premisa que seguía consistía en crear una necesidad y más tarde ofrecerse como única solución.
Esperó paciente mientras ampliaba la red de contactos, puesto que todavía le quedaba buena cantidad de dinero en el falsete de la maleta. El adoctrinamiento en los foros  dio su fruto: el cónsul Haitiano fue su primer cliente en New York, a quien exigió como parte del pago por sus servicios, proveerle de  vivienda en una zona residencial de clase media además de un falso empleo como pasante para justificar parte de los ingresos que le procuraría el negocio.

No lo pensó en un primer momento, pero más tarde creyó conveniente asistir asiduamente al bufete, puesto que le daría la oportunidad de recibir en alguno de los despachos vacantes.
 Así lo hizo, el bufete era inmenso y siempre quedaba alguno desocupado.
Las persianas de la oficina estaban echadas cuando el cónsul llegó con uno de sus contactos hasta allí. Se instalaron entre las sombras, desde donde dirigió el foco de la mesa hacia la puerta para evitar indiscreciones por parte de algún curioso.

— Yo soy el Hechicero. —Dijo sumergido en las penumbras. — No me diga su nombre.
Hougan cortó con rápido movimiento un mechón del flequillo del cliente empleando navaja.
— Con esto será suficiente. Ahora hable.
— El nombre del muchacho es Benjamín. —Dijo el interesado, yendo directamente al grano. — Le quiero para mí.               
— ¿Está todo? —Preguntó  el hechicero desde las sombras. — La posesión completa le costará trescientos mil dólares anticipados y doscientos mil a la conclusión. —
— Si, ahí está  todo: la dirección, los horarios de las clases, el nombre de  padres, profesores. Todo. —Aclaró el desconocido — Y el dinero, en billetes usados.
— Venga dentro de un mes. — Le citó el hechicero.
— El treinta y uno de octubre, a las siete. — Puntualizó el cliente, marchándose.
— A las siete, aquí mismo.

Benjamín era alumno en un internado de categoría en la zona alta de Whitehorse,  en Yukón, lo que obligó al hechicero a trasladarse hasta la región noroccidental de Canadá.
A las doce ya estaba su destino. Paró en una cafetería apartada desde la que llamó al colegio para citarse con el jefe de estudios. El pretexto fue breve conferencia sobre la cultura Haitiana que la embajada del país había propuesto al ministerio de educación para su centro.
Esta excusa fue suficiente para entrar en el colegio. Hougan llevaba preparado todo el material: vasija, podré, cucaracha y hasta el librito tradicional, aunque no le hacía ninguna falta.
Estaba  reunido con responsable de estudios tras la conferencia, cuando lanzó el anzuelo con inteligencia.
— Señor Boutier, no deseo molestar, pero me gustaría saludar al hijo de unos amigos que cursa aquí quinto de primaria. — Sondeó Hougan
— ¿De quién se trata? — Le contestó Boutier — Será un placer acompañarle hasta el aula del muchacho.
— Se llama Benjamín, su padre es Neurocirujano en Nevada, se apellida Reyplis.
— ¡Ah! Si, le conozco. Le acompaño.
Llegaron hasta las aulas de primaria. Hougan llevaba la mano dentro del bolso del abrigo, sujetando un puñado de poudré y una cucaracha enorme que se revolvía nerviosa en su mano.
— ¿El señor Reyplis, por favor? —Requirió Boutier desde la entrada.
— Dígame. —Respondió un chavalillo rubio.
— Hágame el favor de salir. — Ordenó el jefe de estudios.
El hechicero extendió la mano libre para saludar al niño, — Hola Benjamín, soy amigo de tus padres. — mientras arrojaba al suelo los polvos y la barata.
El plan se resolvió como Hougan imaginó paso por paso: cuando la cucaracha se hizo visible, el  muchacho la mató de un pisotón, sacudiendo los polvos que  había dejado caer en el piso, y como pensó, utilizó las manos desnudas para recoger el bicho aplastado.
— Voy a tirar esto por el  desagüe. —Anticipó el  muchacho a Hougan  y Boutier con el insecto aplastado colgado de una pata entre el índice y el pulgar.
— Benjamín, ¿te acompaño al baño?—
— Si... Gracias —Contestó educadamente el niño
— No se moleste, Sr. Hougan. —Terció Boutier
  —No es molestia. —Desmereció Hougan, enfilando detrás del muchacho.
Dejaron atrás a Boutier, quien tuvo que atender a un grupo de alumnos que se acercó. Cuando llegaron a los baños, el niño entró en el aseo, el hechicero destapó la vasija frente al muchacho. Benjamín se desplomó en el instante en que el brokor, como también llaman a los hechiceros, cerró la vasija. El mismo dio aviso al jefe de estudios para que atendieran al muchacho, pero no se interesó mucho más cogiendo el primer vuelo para no coincidir con los padres de su víctima.  
Hasta  después de una semana no llamo al jefe de estudios para saber del chico. Boutier le puso al corriente de los hechos: desgraciadamente, después de algunos días murió a consecuencia de un fallo respiratorio.
El treinta y uno de  octubre se cumplieron diez días desde el deceso; el  hombre que le contrató debía dar el siguiente paso. Hougan dio instrucciones al cónsul para que su cliente pagara y convinieran el punto de reunión. Horas más tarde recibió en el bufete un paquete con doscientos mil dólares, así como aviso acerca de dos billetes de avión destino Canadá que recibiría esa misma tarde de manos del taxista que les llevaría al aeropuerto.
 Apenas eran las siete y media cuando llegaron; el camino hasta el cementerio les llevaría tres horas. Para entonces, Brow Ben, un delincuente juvenil que Hougan había reclutado en uno de sus experimentos rituales, les esperaba a la entrada.
Su cliente caminaba unos pasos por delante del hechicero y detrás de Ben, que previamente había forzado la cerradura del mausoleo donde el cuerpo del muchacho había sido depositado.
— Dese la vuelta —Ordenó el  brokor al hombre, — nunca me mire. A riesgo de su vida. —Amenazó, cuando comenzó el ritual.
Hougan puso bajo la nariz del niño la vasija. Inmediatamente, el niño recobró el movimiento y se incorporó, al tiempo que el hechicero le aupaba para sacarle de la caja.
— Nunca le de sal. Volvería a ser normal. — Instruyó al dueño del niño — No se gire ni mire hasta pasados cinco minutos. Nosotros nos iremos. No debe de mirar. Y recuerde, cualquier niño puede ser suyo, sólo me tiene que buscar.
Brow Ben y Hougan salieron antes del cementerio.
 El hombre y el primer  Restaveks Norteamericano partieron mucho más tarde, sin siquiera encender la linterna que les habían dejado.
Esta fue la historia del fenómeno zombi en tierra norteamericana.
El resurgimiento de la esclavitud.
 .

Licencia Creative Commons
LOS RESTAVEKS por María Yolanda Fernández Sadornil se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra enhttp://silsilehliebst.blogspot.com.es/.
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miércoles, abril 24, 2013

El ALFILITERO

     



Adiós. . . Adiós a todos: a  María, a Piñuela, a la Bermeja. Yo pensaba que todos erais buenos. Os dejo solos con vuestras insidias y con vuestros pequeños egos. De nada sirvió resistir ni callar, porque todos estabais contra mí. Me quemó la culpa y  no me queda paciencia.

Será el cigarrillo mas dulce  el que prenda el tanque de xileno mientras caen los primeros copos para apagarse  sobre el suelo. Moriré como ellos, desnuda, rota, ahogada en el charco de una sola lágrima mientras amanece otro día de invierno.
El primer día que vine, ¡qué ironía! Pensé en la cadencia sorda y fatal con que los penachos cristalinos velaban las luces del invierno; en el color de mi  miedo, en la sombra arcaica que oscurecía el pavimento. Pero que me hubiesen admitido, así, sin acabar los estudios, con solo una llamada del decano al gerente, a mí, que era tan diferente; tan menuda, tan fea y para colmo, tan embarazada; era, sin duda, una señal del destino.
 Me imagino el cotarro; el olor a torrefacto y tabaco mientras las patrañas corrían de los despachos al comedor antes de que  ocuparan en alguna parte, y no  la que fuese, a la intrusa de turno. Me ubicaron en una oficina junto con otros, entre ellos estaba Piñuela, sobrino de mi valedor  y colega de facultad durante unos años; él fue mi único guía durante el primer mes.
El trabajo se convirtió en adición: mientras otros tomaban cafés, yo me esforzaba para  acabar el estudio del microchip antes que  tuviese que coger  la baja. Quería demostrar mi valía y ganarme el sueldo, pero tuve muchos problemas y no llegué: hurtaron  los planos  tantas  veces como  les repetí, taparon la cerradura de mi cajón  con silicona, cascaron mi tarjeta  y hasta usaron mi bata para limpiar el suelo. Quise quejarme al jefe de personal, pero Piñuela me aconsejó que callara y les pagase con la misma moneda. No debí hacerle caso, porque me quedé con las arras en la mano cuando me puse de parto aquella misma semana. 
El verano había cambiado el paisaje de la oficina: tenía compañeros nuevos y Piñuela había sido ascendido a jefe de sección. Pensé que todo iría mucho mejor pero resultó todo lo contrario: me dejó sin trabajo, hasta me excluyó  de  las reuniones y de los cursos de formación. Le hubiera perdonado todo si me hubiese explicado que pasaba, pero no lo hizo, hasta que un día, un viernes a las once de la mañana, en su despacho, recitó como una letanía, todas las  calumnias con las que  otros, y él mismo según creo, me acusaron.
Para lo único que me miró a los ojos fue para decirme que  dejaron esto en dos faltas leves y que gracias a él no me mandaban al paro. No lloré, pero tampoco pude articular palabra.¿Cómo era posible, si él sabía que yo era la víctima? ¿Con qué pruebas me acusaban? ¿Quiénes fueron los traidores?
Leal, una de las nuevas, sacó de la oficina mi abrigo, mis zapatos y una tarjeta de acceso para el almacén de materias primas. Lo tenían todo preparado de antemano. Observar la calma de Leal me dio otra visión de las cosas: ¡me odiaban y les divertía!
—Chica, ven  por favor. —Indicó un vigilante mientras cogía mi ropa  de sus manos.
Fui tras él hasta llegar a un  chabisque de mala muerte. Allí no había nada: ni lavabos, ni aire caliente, ni siquiera un triste taburete. Me quitaron hasta la taquilla, así que todos los días llegaba al almacén  con el buzo puesto y todos los días volvía a casa con el mismo aparejo,  caminando sin mirar mientras notaba el  crujir de las hojas resonando en mi cráneo cuando repasaba, una y otra vez, con cuál de todos los encargos no me llevaría otro sermón.
Dependía de  tres superiores  y nunca estaban de acuerdo entre ellos, recibía órdenes contradictorias e imposibles de cumplir. El resultado fue demoledor, los insultos lo más habitual, perdí mi autoestima, no me podía concentrar, me sentía incapaz de razonar. Tengo que reconocer que pensé que él era el culpable, que era el instigador. Pero ¿Qué iba a hacer? ¿Y si me equivocaba? ¿Y si me estaba volviendo paranoica?
Apenas dormía y descuide tanto a mi hija, que me vi en la obligación de recurrir a la ayuda paterna.  Mi vida era un caos.  Lo peor de todo, es que mi psiquiatra, del que esperaba algo de comprensión, tampoco me creyó: supuso que exageraba y que no era posible todo lo que le conté. No pude darle evidencias, ni impedir que me atiborrara con neurolépticos hasta dejarme sumida en una depresión tan profunda, que tuvieron que  ingresarme durante más de un mes.
Pasó algún tiempo, y los avisos del seguro exigían no agotar los plazos de la baja. Rogué, lloré, pero por más que insistí en el pavor que me causaba la vuelta al trabajo, el psiquiatra pensó que la terapia de choque sería la mejor receta; y ¿por qué no decirlo? Todo le parecía un cuento. La presión insoportable del retorno, sin poder cambiar de vida, sin ninguna salida posible, ha sido la que me ha llevado hasta donde   estoy
Los que me hostigaron fueron culpables. Pero ¿Los que callasteis, los que no me creísteis, no fuisteis acaso sus cómplices?
            — ¡Natalia! ¿No me habías dicho  que recogiste los informes de la presentación? — Le inquirió el director  
              — ¿Es que nunca me dirás la verdad? ¿Por qué te callas, eh? ¡Anda, retira las copias del  informe del microchip y deja esto listo para la próxima reunión!
         — ¡Ahora mismo! Acabo en un minuto. — Le contestó,  buscando con la mirada a su compañera          —¡Mari! ¿Qué haces?
 Natalia, ¿te has dado cuenta que los planos de Piñuela los firma una tal Almudena García?
        ¿Es esa del almacén? ¿La loca que se ahogó sobre el xileno?
        Creo que sí —contestó Leal pensativa. —Pero… En  los otros planos han cambiado la firma… Más nos vale que no digamos nada…Más nos vale.


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viernes, abril 12, 2013

LAS FLORES DE AHUANI ©



Al salir de la estación, sus rizos taheños, mal recogidos bajo el pañuelo, surgieron entre el gentío como el sol furtivo de aquel amanecer lluvioso. La avenida se iluminaba bajo los arcoíris rotos por la danza de los estorninos entre la lluvia, cuando Hine se percató de que su pañoleta se había perdido entre la gente y su melena estaba empapada.
"Sin duda, fue un acierto prohibir mostrar el cabello." Pensó con sorna, al tropezar con las salaces miradas de peregrinos y transeúntes mientras hurgaba en el interior de su bolsito en busca de alguna flor que prender en su pelo.
Sus flores y su perfume la envolvían en un aura que incitaba al deseo. Tenía un cuerpo felino que ungía con aceites de mirto, bergamota y rosas antes de cubrir su desnudez con una túnica de seda española, ceñida y abierta por los extremos hasta dar con un coqueto corazón que le florecía en la cadera. Su aspecto, delicado y sensual, solía adornar los paneles flotantes sobre la calle principal.
 Apenas llegó al estudio de apofengrafía, un mensaje resonó desde su receptor.
—Soy un alma solitaria. — El lamento retumbó en la sala con un eco conocido.
—Soy yo: La sombra esquiva…
—Que sueña contigo…
—Que respira por ti…
— Aun cuando estoy dormido… — gimió.
Sin pensarlo dos veces, cogió su bolsito y salió del estudio camino del terminal donde descargó el mensaje en el servidor del muelle. Marcó su origen en la tarjeta de trasporte y salió de inmediato para coger un elevador privado con destino a los nidos. A lo largo del pasillo donde se apeó, las secciones numeradas se repartían entre entradas y salidas casi idénticas, unas frente a otras, solo separadas por un carril de maniobras. Ante ella, en torno al andén de entrada, el tumulto ondulaba la presión del ambiente con un frenético deambular entre los pasos de embarque. Solo cuando los vagones se llenaron pudo entrever, como si fuera un breve destello, una muchacha híbrida de ojos gualdos frente a sí, que desapareció para siempre entre un enjambre. “Pudiera ser solo una sensación. Pero… si fuera posible; que no lo creo, me vi aquí mismo, esta mañana, en las salidas de los nidos..." La idea la dejó perpleja durante unos segundos.
“Creo que he puesto demasiada Bergamota al aceite“. Pensó y siguió sin parar, hasta dar con la entrada que la llevó hasta la dirección marcada en su receptor. Encontró la puerta entornada, y a él sentado de espalda sobre el diván, sin que nada velara el suave azogue que brillaba sobre su piel.
—Soy yo. — Musitó Hine.
Y avanzando entre cientos de burbujas, quedó únicamente vestida del amor con el que rodeó su pecho; acercándose hasta rozar con sus pezones, lívidos y erectos, los oscuros límites bajo su torso. Sus labios, tibios, dejaron brotar la palpitante calidez que encendería sus vientres sobre las flores de ahuiani que cayeron de su pelo.
Mientras él jugaba con sus rizos, las densas gotas que sus pieles destilaban les cubrieron por completo formando a su alrededor una fina cutícula calcárea que acabó por endurecerse con las primeras luces del crepúsculo. En el interior de la cápsula los fluidos hirvieron hasta que la presión hizo eclosionar el huevo desde donde cayeron bañados en el denso vitelo que les alimentó durante la metamorfosis.
Ahora, él era ella y ella, él.
 El frío de la noche hizo el resto: durmieron abrazados mientras su epidermis mutaba y se definía marcando la madurez sexual. 
El todavía descansaba sobre el diván, cuando la luz de la mañana la despertó. Se deslizó hasta la entrada para recoger las prendas que dejó olvidadas. Ungió su cuerpo, y se vistió mirando embelesada el tembloroso brillo de su espalda. El rumor de la lluvia le recordó que debía cubrir su cabeza antes de salir. Miró por todos los rincones y encontró sobre el suelo, como puesto a propósito, un ramillete de flores de ahuiani anudado con un pañuelo alrededor.
Salió sin cerrar la puerta, ocupada en deshacer el nudo que sujetaba las flores que guardó en su bolsita.
La muchedumbre se agolpaba en los andenes esperando ser los primeros en abordar el vagón cuando las puertas de acceso dejaran un resquicio por donde colarse. Avanzaban, corrían y se detenían, con una frecuencia que modulaba la sonoridad y la presión del ambiente.  Hine trató de zafarse del incesante fluir de gentes, pero quedó cercada entre la salida y la multitud sin que pudiera ver ningún camino alternativo. El estrépito de la llegada anunció la apertura del acceso a los trasportes que despegaron pocos segundos después de que el tumulto fuese digerido por los vehículos populares que tragaban y escupían viajeros al unísono.
Solo quedo frente a ella una híbrida pelirroja que parecía buscar una entrada a los nidos. Su parecido no podía ser casual. Vestía con un traje de seda española y sobre sus hombros caía un torrente de bucles desordenados en los que llevaba prendidos, aquí y allá, lo que parecían pétalos ambarinos.
  

Solo la vio durante un segundo y desapareció para siempre entre un enjambre de transeúntes que se apeaban de regresó al terminal.
—Era yo…
— Señorita Hine-Titama tiene que presentarse en el estudio de Wolfang Pauli. — decretó bruscamente su agenda automática en voz alta.
 Sin pensarlo dos veces, descargó el mensaje en el servidor del muelle y marcó su tarjeta de trasporte, con la que embarcó de inmediato en un elevador privado con destino al origen de la carga.
Al salir de la estación, sus rizos encendidos, mal recogidos bajo el pañuelo, surgieron entre el gentío como el sol furtivo de aquel amanecer lluvioso. La avenida se iluminaba bajo arcoíris rotos por la danza de las parvadas entre la lluvia, cuando Hine se percató de que su pañoleta se había perdido entre la gente y su pelo estaba empapado.

                                                                                                      María Yolanda Fernández Sadornil


domingo, febrero 24, 2013

¡CINCO AL HILO!



¡Cinco al hilo!
(Tango)

¡De terror, aquel fin de año, desbarajuste infernal!
Pa'l chiste, se prestará, cuando la historia lo cuente:
Abrió la cuenta, Chupete, pato crioyo que al fayar,
en un borre demencial: ¡Puso el Cavallo al frente!


Mambo, o mala intención… ¡Qué más de uno festejó!
El Fondo se entusiasmó: "¡Con Mingo, sigue la farra!"
Deschavé el verso con ganas, a la oreja que escuchó:
"¡Nos vendió la habitación… ahora empeña la cama!"


¡Estaba escrito, y pasó! Con mañas, de añejo estilo,
al colchón desprevenido: ¡Le sacudió... el guadañazo!
"¡Al corralito, y cayados!" Decretó el súper ministro
"¡En la justicia me limpio: acá yo soy el que mando!"


Hasta el bocho más genial, la tendrá que patinar,
si se le antoja ignorar, del laburante el derecho:

De darse, divertimento… pero yugo, morfi, hogar

¡Jamás, permitan faltar, al que respeta lo ajeno!


(Estribillo)

La usura nos hizo bolsa, de curro con delincuentes

¡Aterricen, presidentes, cinco al hilo es por demás!
La trenza, se va’aflojar, cabreado el contribuyente:
¡Se mamarán entre ustedes... si la teta no da más!



¡Yenos! De viveza crioya, pasa lo que está pasando:
Con la esperanza en ocaso, prospera resentimiento.
Aburrido de ser, punto, el chabón se está apiolando:
Si en la olla no hay puchero… ¡Sirve, pa’l cacerolazo!


Por el poder, del... metal: de la Rúa, "and Co"... ¡Roja!
Puerta con limpia gambeta, le entregó a Saá la pelota.
De prima batió la propia: "¡Los morfones, se las toman!"
Se le armó grossa camorra: ¡Al banco, y siga la cuenta!


Toque veloz, de Camaño... centro, de gran calidad
¿Sería... por casualidad? ¡Al que perdió la elección!
¿Qué vendrá a continuación?  Espero, continuidá
¡No aumenten la cantidá... lo pido por compasión!


¡Cabezón, la idea fija! Duhalde aún conserva el puesto,
aunque no quedaba un peso, como se apuró a aclarar.
El caso, es que va a zafar... solo repartiendo el queso.
Sí no, se le viene el techo: ¡Qué podrida, se va’armar!


(Estribillo)

La usura nos hizo bolsa, de curro con delincuentes

¡Aterricen, presidentes, cinco al hilo es por demás!
La trenza, se va’aflojar, cabreado el contribuyente:
¡Se mamarán entre ustedes... si la teta no da más!



Maxi


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EL ADIÓS


    El adiós
                                            
No me digas que te abandoné.
 Te dejé mis flores,
 te dejé mi miel.
No me digas que no luche hasta el final,
que pude volver atrás.
La vida y la muerte corren de la mano,
 observándose, 
ganando una la pérdida de la otra,
 como la ola que alborota en la orilla del mar.
Te llevaste contigo
 las minúsculas estelas hacia la profundidad,
bajo la sombra de las mareas,
ocultas entre ensueños y ambiciones,
sordas al devenir hastiado de las flores
que se marchitan
 hasta que la noche,  con su indulgente asilo,
oculte su mórbida debilidad.
Ella fue la que trajo, tan cálido entre sus pasos,
 el aroma materno que mitiga el llanto, la pena,
el dolor y la furia.
No sospechabas, inquieta entre las sábanas,
donde te dejaría varada la pena.
Aprehendiste mi pecho con tu mano,
sujetándote, pegada a mi espalda.
La luna, quejosa,
me sostenía al filo del precipicio,
 mientras te miraba; amada mía;
tan hermosa que deberías de ser admirada
hasta que la finitud del hombre fuera olvidada.
                                                                             M.Y. Fernández Sadornil




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viernes, agosto 03, 2012

EL CANTO DE LOS ESCUERZOS


            
María dio un último nudo a la bolsa con basura en la cocina de su casa. Las ventanas estaban abiertas, y solo había una luz de sobremesa encendida: no para ahorrar, si no para resguardarse de las miradas de los chismosos que paseaban por las afueras del pueblo.
Esos paseos nocturnos eran algo tan normal en las noches de agosto de los pueblos, como que cantaran escuerzos entre los rastrojos, o como el variopinto charlear de grillos, gatos y perros ladradores, que la amparaba mientras cruzaba el pueblo hasta llegar al contenedor de basuras.
Cerró la puerta, agarró la bolsa entre dos dedos, y subió la cuesta hasta llegar a la farola que rilaba en su parte más alta, donde esperaba encontrar jugando la partidilla a la mujer del alcalde con sus comadres. Le extrañó que la calle estuviese vacía, pero siguió sin pararse: es más, pensó en abreviar y giró hacia la izquierda, entrando en una bocacalle obscura al tiempo que suavizaba el paso.
Tan pronto como estuvo inmersa en las penumbras, el estrépito de la noche enmudeció. Trago saliva, miró hacia el final de aquel siniestro y angosto pasillo, y apretando entre el puño y la barbilla las solapas de su bata, aceleró el paso. Solo levantó la cabeza al llegar al paso de cebra que esta en la carretera principal, frente a la plaza de la iglesia.
Cuatro faroles colgantes delimitaban la plaza. Parada, observaba con atención a su alrededor sin ver nada, ni extraño, ni normal. Solo oía el zumbido de las bombillas y su respiración algo alterada por la galopada, pero incluso esto cesó, cuando un grave tañido la sorprendió mirando como el alumbrado se apagaba a fuerza de aquilones.
Únicamente, la tenue luz de la luna menguante la dejó entrever la campana, inmóvil en su atril, mientras resonaba el toque a difuntos. Los tres primeros repiques: graves, dobles, lentos, y profundos, dejaron a María con el cuajo seco y la boca abierta.
 Ya habían tañido dos agudas, corrosivas y del mismo doblez que las primeras, cuando discordantes latinajos, lloros y lamentos parecían avanzar hacia ella desde el soportal de la iglesia. Soltó la bolsa y echo a correr.  No cruzó el paso, ni siquiera pensaba en ponerse a salvo, huyó como una gallina decapitada: corrió hasta que atinó a caerse tras la media portilla de un zaguán.

Tras el golpe abrió los ojos y se incorporó con tanta agilidad que la pareció volar. Quiso atinar a cerrar completamente, pero la interrumpió un retruécano chillón que  hizo el contrapunto al segundo volteo grave.
-Ya es tarde. La dijo.
María se asustó, aunque supuso que, seguramente, era la dueña de la casa.
-¿Usted ha visto? ¿Ha visto? ¿Lo oye? – La grito fuera de si, señalando a la plaza
-“Siiiii”... ¿Aquel entierro que pasa?- aclaró con un estertor que se expandió bajo el lóbrego soportal.
-¿Entierro? ¿Qué entierro va a oficiarse a medianoche?- gritó indignada María.
 – ¡No, no, no! No me lo creo. ¡Son fantasmas! Fantasmas salidos de los sepulcros. Tañían a muerta y olían como los cadáveres.- María braceaba, sofocada, histérica, echando la cabeza y el pecho hacia adelante, con tal suerte que golpeó con el dorso de la mano la portilla, entreabriéndose lo suficiente como para que pudiese advertir un cráneo enmohecido pegado a su cara.
- El entierro que llega es el tuyo. La susurro al oído.
Después del noveno toque, María nunca volvió a desear re-encontrarse con sus hijos muertos.
Fin.